Reconocimiento como miembro honorario del IPLEX a Eduardo Ulibarri B.

Reconocimiento como miembro Honorario por su firme lucha por la libertad de expresión y prensa, así como por su constante colaboración y apoyo al IPLEX a don Eduardo Ulibarri Bilbao.

miércoles 29 enero, 2020

Hay un chiste que prolifera en el medio académico, que puede aplicarse a otros ámbitos, que dice que el peor enemigo del hombre –y de la mujer- es el colega. Este muy justificado acto de reconocimiento del Instituto de Prensa y Libertad de Expresión (Iplex) a su principal inspirador prueba lo contrario. Además de sus indudables méritos profesionales y personales, hay muy pocos que no reconozcan en Eduardo Ulibarri Bilbao a un caballero -sabrán disculparme el símil en estos tiempos pospatriarcales- y, entre quienes lo frecuentan, muy pocos no lo toman por un amigo.

Creo que Kapuscinski se equivocaba cuando dijo que “para ejercer el periodismo, ante todo, hay que ser un buen hombre, o una buena mujer: buenos seres humanos”. En Eduardo, sin embargo, se reúnen estas características que ya de por sí son difíciles de encontrar de forma aislada: empatía en las relaciones humanas, una lucidez intelectual a prueba de espejismos y modestia –una modestia que yo llamaría filosófica- para saber escuchar a los otros, en el convencimiento de que solo los ingenuos o los cínicos piensan que lo saben todo. Una modestia, por tanto, que se nutre de la curiosidad intelectual y la intuición como requisitos para interpretar un mundo complejo y poder explicárselo a sí mismo y a los demás.

Por eso digo que Eduardo es un caballero. En los años largos en que tuve el privilegio de trabajar a su lado, en una de las profesiones más estresantes del mundo, como todos ustedes saben, jamás lo escuché alzar la voz para imponer la autoridad y el respeto, y eso no es poca cosa. Pienso que lo mismo podrían decir sus estudiantes, sus compañeros en múltiples batallas a favor de la libertad e incluso sus lectores. Esa capacidad de conocer el lugar que se ocupa y ocuparlo con naturalidad, con prudencia, ecuanimidad y talante liberal, a veces con vehemencia, por supuesto, pero sin sobresaltos. Ese savoir faire se ha extendido al ámbito académico, en que más que un experto Eduardo ha sido un maestro, a la opinión pública, como un actor indispensable en el debate político, y a la defensa de las libertades públicas en algunos de los foros más importantes de Latinoamérica y, tras su paso por Naciones Unidas, del mundo. Esta es la cualidad a la que me refiero y que defino con las palabras del retórico latino Quintiliano: “suave en el modo y fuerte en el fondo”.

Los reconocimientos, como se dice de las memorias escritas, no deben emprenderse ni demasiado pronto ni demasiado tarde. Este homenaje a Eduardo, que aplaudo, lo toma en la cúspide de su madurez intelectual y prestigio profesional pero también en una coyuntura en que el periodismo en particular y la opinión pública en general están ávidos de puntos de referencia donde depositar una confianza que sabemos frágil y volátil.

Al leer algunas de las reacciones que suscitaron sus artículos y comentarios en redes sociales durante la pasada campaña electoral, acusándolo de “comunista cubano” o de “extranjero”, a menudo con palabras mucho menos amables, y no poder dejar de sentir indignación, a la vez pensé que Eduardo estaba haciendo un excelente trabajo al estar conciente de su responsabilidad histórica con el aquí y con el ahora. Un trabajo que, como él mismo definió hace muchos años, es el de “contradecir e inquietar”, “alguien que se mete en lo que no le importa” –como decía un autor francés-, el oficio de outsider –una palabra que también le gusta- imbuido de una pasión pedagógica por entender y hacer entender, y que es la misma pasión crítica con la que están escritos sus libros de periodismo y de análisis político.

En uno de sus artículos más visionarios, “‘Guerras culturales’ ticas”, Eduardo nos advertía del advenimiento de la posverdad –sin usar un concepto entonces desconocido- y del clima de intolerancia al que puede conducir la mezcla explosiva de creencias, ideas pseudocientíficas, degradación del debate político y manipulación electoral. “…nos precipitaremos en la intransigencia que conduce a las ‘guerras culturales’ –decía una década antes de las elecciones de 2018-. Ya estamos peligrosamente cerca”. 

En el prólogo de Periodismo para nuestro tiempo. Informar e interpretar (1988) –un título que lo dice todo-, el exdirector de La Nación, Guido Fernández, nos deja un retrato inmejorable del joven Ulibarri, del cual apenas rescato dos rasgos que siguen determinando su estilo como analista, académico y activo defensor de los derechos fundamentales: el diagnóstico y “la brújula”, como la llama don Guido, la necesidad de buscar alternativas concretas y específicas ante las interrogantes que nos plantea la contemporaneidad. Eduardo, por lo tanto, es un hombre de su tiempo, de un tiempo concreto y específico, y a la vez un mediador entre las urgencias del presente y la “búsqueda de la trascendencia”, como nos dice en uno de sus libros.

Cuando Eduardo terminó su maestría en la Universidad de Missouri tuvo que resolver si cedía a su vocación académica –que todavía mantiene- o si se inclinaba por la práctica periodística. En retrospectiva es claro que escogió el segundo camino sin renunciar del todo al primero. Llevó el periodismo costarricense a un nivel intelectual insospechado, si lo comparamos con el que tuvo en las décadas anteriores, pero me atrevo a decir que lo hizo guiado por un profundo sentido moral. Detrás de sus decisiones prevaleció siempre la defensa de una serie de principios fundamentales, como el valor intrínseco de la libertad de expresión y la comprensión histórica del papel que juega la prensa libre e independiente en la consolidación democrática.

La trayectoria profesional de Eduardo discurrió con brillantez de la era del plomo y de la gacetilla oficiosa a la introducción del reportaje interpretativo, el sistema editorial informatizado, la infografía y las plataformas digitales, para solo citar algunas innovaciones de las que en buena medida fue responsable. Más allá de estos saberes –de este saber hacer-, que lo convirtieron en un excelente periodista y luego en un editor galardonado y reconocido, lo que lo hace el promotor de la libertad de expresión que homenajeamos hoy es un hacer saber, una prolongada y consistente incidencia en el espacio público y una inquebrantable fe en el debate público y en la democracia.

 En este campo, que Eduardo a menudo ha mezclado y potenciado con su vocación de articulista y talento de líder de opinión, sobresale su paso por la presidencia de la Comisión de Libertad de Prensa de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), entre 1991 y 1994, que lo llevó a ser un actor determinante en la redacción de la Declaración Hemisférica sobre Libertad de Expresión de 1994, bien conocida como Declaración de Chapultepec.

El escritor cubano Guillermo Cabrera Infante, tan frecuentado por Eduardo y por mí, dijo alguna vez que el idioma español era demasiado importante para dejárselo a los españoles. La libertad de expresión, si se me permite la comparación, es demasiado importante para restringirla a un gremio profesional o a un grupo de interés. La Declaración de Chapultepec, de la que Eduardo puede sentirse muy orgulloso, fue un esfuerzo titánico –recuerdo muy bien sus incontables viajes durante años para elaborar el documento- por ubicar la libertad de expresión y de información en el centro de atención de los derechos humanos en Latinoamérica. Su gran virtud, a mi juicio, es proclamar que esta libertad no es una graciosa concesión del soberano, como fue hasta el siglo XVIII, o del Estado o de cualquier poder fáctico en la actualidad, sino un derecho inalienable de los ciudadanos.

Durante décadas Eduardo luchó denodadamente por modernizar el marco jurídico-legal en Costa Rica, sobre todo en lo atinente a los delitos contra el honor y el  acceso a la información pública. Animado por ese mismo espíritu y por la convicción de que la libertad de expresión y de prensa deben promoverse y compartirse, fundó y presidió el IPLEX, que debe contarse entre sus esfuerzos más generosos.

El escritor mexicano Carlos Fuentes dijo alguna vez que escribía igual como “los holandeses ganan pacientemente al mar esos pocos metros de tierra cada año…” Quizá por la experiencia binacional que lo marcó, en una época que hizo del Caribe y de Centroamérica el campo de batalla de utopías ciegas, Eduardo ha emprendido la defensa de la libertad sabiendo que ninguna victoria de la convivencia humana pueda darse por sentada, que “La democracia es un ejercicio de todos los días, un quehacer vital”, para decirlo con las palabras de su admirado Enrique Benavides, que tantas veces le oí repetir.

En la actualidad, todo periodista que se precie de serlo escribe ganándole un milímetro de veracidad a las Fake News, la posverdad, el populismo y los discursos de odio y exclusión, que son preocupaciones caras a Eduardo tanto como el Estado de derecho, la gobernabilidad democrática y los derechos individuales. Y también luchando por despejar el halo de suspicacia que en ocasiones se tiende sobre el periodismo institucional o tradicional en un mundo que cada vez más tiende a informarse y a entretenerse en las redes sociales, sin distinguir demasiado dónde termina la información y dónde comienza el entretenimiento o la falsedad.

En uno de sus mejores artículos, “El pornógrafo y el pastor”, de 1997, sobre el caso de Larry Flint, editor de la revista pornográfica Hustler, ante la Suprema Corte de Estados Unidos –llevado a la pantalla por Milos Forman bajo el título El pueblo contra Larry Flinn-, Eduardo nos resume un debate de siglos sobre la tolerancia, la crítica y la libertad en Occidente: “es mejor soportar a los pornógrafos que apoyar a los censores”. Por desgracia, en el siglo XXI, incluso en Costa Rica, parece que hay muchos dispuestos a convertirse en censores y a inventar pornógrafos donde no los hay.

Bajo esta coyuntura, la tarea de Eduardo como intérprete y guía de la contemporaneidad, en defensa de los principios sobre los cuales hemos construido nuestra convivencia democrática, es más necesaria que nunca.

En lo personal, en lo más íntimo, le agradezco de corazón a Eduardo las lecciones aprendidas y por aprender.

Muchas gracias.

Carlos Cortés Zúñiga

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